¡Bendito seas por siempre Señor!
Cuánto recuerdo a mis padres en semana santa, recordar de nuevo los recuerdos, es revivir con suprema devoción mis primeros tres o cuatro años de vida, cuando todas las mañanas al aclarear al alba, serían las 5:30 a.m. en punto, lo primero que hacía era levantarme emocionada de mi cama, para salir como venadita veloz y corriendo hacia la casa de mis abuelos, subirme a un frondoso árbol de ciruelo para ver salir los primeros rayos de sol, no había espectáculo más maravilloso para mí y lo disfrutaba enormemente.
Pensaba en mi mente infantil, que los rayos del sol, eran los caminos para llegar a Dios, no podía perderme aquel espectáculo tan maravilloso de ver al astro rey radiante, glorioso, magestuoso asomándose por la colina o colándose por las copas de los árboles.
Y preguntaba a mamá y a la abuela: Quién era Dios, dónde estaba para poder conocerlo, para poder amarlo y sentirlo. Ellas me contestaban que DIOS vivía en mi corazón, pero aquella respuesta me era insuficiente, yo quería mayores explicaciones, respuestas que poco a poco fueron llegando conforme fui creciendo.
Llegaba semana santa y con ella las más hermosas tradiciones familiares. Había que ayudar a mamá a preparar anticipadamente la comida para los tres últimos días mayores (miércoles, jueves y viernes santo). Aún me llega a través del tiempo, el olor al pan sin levadura, los tamales, la capirotada, frituras de maíz, coricos y pinturitas, el arroz mexicano, el agua bendita de tamarindo fermentado endulzada con miel de abejas, y las ramas verdes que olian tan rico con florecitas de manzanilla en un jarrón.
Con tanta alegría recolectábamos limones frescos del huerto de mi abuelo, jitomates, chiles anchos y cebollita verde. Más tarde ibamos todos a traer la fruta: Papaya, naranjas, sandía, limas, mangos y cacahuates. Mis padres juntaban todos los huevos frescos del gallinero. El abuelo ordeñaba sus dos cabras en el corral y todos tomábamos la leche tibia, recién ordeñada, así natural, sin hervir, qué suculento manjar, hasta espuma se nos quedaba en la boca.
La alacena estaba lista para recibir la semana santa. El miércoles justo a las 12 en punto de medio día, empezaba el ritual familiar. Todos reunidos en un pequeño altarcito familiar renovábamos los votos de amor a JESUS el CRISTO en nuestros corazones.
El abuelo con profundo recogimiento espiritual, encendía las velas que permanecerían vivas y encendidas hasta el sábado de gloria. La abuela nos enseñaba que teníamos que permanecer en el más absoluto silencio posible durante ésos días santos en que todo en casa era oración y música celestial que se escuchaba por la radio del pueblo.
Nadie podía hacer nada, las labores domésticas habían de esperar, cada uno de nosotros recogía su plato y sus cosas, haciendo el más posible ayuno de verbo. Mi madre guardaba su costurero porque decía que cada puntada que le diera con la aguja a su costura, era como clavársela en la espalda al Señor. Mi padre permanecía todo el tiempo a nuestro lado, auxiliando a sus doce hijos en sus más elementales necesidades.
"Sus doce pequeños apostoles, nos decía él",
Yo, la mayor de todos los hijos...ayudaba a mi padre a lavar los pies a mis hermanos en señal de rememoración de la "Ceremonia de lavatorio de pies de los 12 apostoles del Señor", mi abuela encendía el incienso de rajitas de canela desmenuzadas en un carbón al rojo vivo en una pequeña charolita de metal. Mi madre extendía los manteles color púrpura para secarnos los pies.
Viernes santo: Rodeados de mi abuelo Gregorio al centro, sentado en silla preferida "La potrona", (así le llamaba), le escuchabamos todos atentos, cuando él con suprema ternura y devoción, nos contaba serenamente sobre la vida, pasión y muerte de nuestro Señor JESUS EL CRISTO. Un gallo se escuchaba cantar triste a lo lejos, y en aquel silencio la más profunda espiritualidad.
Sábado de gloria; volvía la alegría a casa, terminabamos la ceremonia tradicional familiar que nunca olvidaré, tomándonos todos de las manos para hacer una gran cadena de irradiación de amor a la humanidad.
"Que todos los seres sean felices"
"Que todos los seres sean dichosos"
"Que todos los seres sean en paz".
Nos dábamos todos un abrazo fraterno y con un aplauso muy largo y los rostros felices, terminaba para nosotros la semana santa, y El Señor, se quedaría todo el año con nosotros en casa.
Aun perdura para mí en el corazón aquel ritual hermoso de mi niñez, y ahora que ha pasado el tiempo, rodeada de mi propia familia, cada sábado de gloria, nos tomamos de la mano para continuar la tradición y decir todos en voz alta y con el corazón abierto:
¡Bendito seas por siempre Señor!
Doral.
Pensaba en mi mente infantil, que los rayos del sol, eran los caminos para llegar a Dios, no podía perderme aquel espectáculo tan maravilloso de ver al astro rey radiante, glorioso, magestuoso asomándose por la colina o colándose por las copas de los árboles.
Y preguntaba a mamá y a la abuela: Quién era Dios, dónde estaba para poder conocerlo, para poder amarlo y sentirlo. Ellas me contestaban que DIOS vivía en mi corazón, pero aquella respuesta me era insuficiente, yo quería mayores explicaciones, respuestas que poco a poco fueron llegando conforme fui creciendo.
Llegaba semana santa y con ella las más hermosas tradiciones familiares. Había que ayudar a mamá a preparar anticipadamente la comida para los tres últimos días mayores (miércoles, jueves y viernes santo). Aún me llega a través del tiempo, el olor al pan sin levadura, los tamales, la capirotada, frituras de maíz, coricos y pinturitas, el arroz mexicano, el agua bendita de tamarindo fermentado endulzada con miel de abejas, y las ramas verdes que olian tan rico con florecitas de manzanilla en un jarrón.
Con tanta alegría recolectábamos limones frescos del huerto de mi abuelo, jitomates, chiles anchos y cebollita verde. Más tarde ibamos todos a traer la fruta: Papaya, naranjas, sandía, limas, mangos y cacahuates. Mis padres juntaban todos los huevos frescos del gallinero. El abuelo ordeñaba sus dos cabras en el corral y todos tomábamos la leche tibia, recién ordeñada, así natural, sin hervir, qué suculento manjar, hasta espuma se nos quedaba en la boca.
La alacena estaba lista para recibir la semana santa. El miércoles justo a las 12 en punto de medio día, empezaba el ritual familiar. Todos reunidos en un pequeño altarcito familiar renovábamos los votos de amor a JESUS el CRISTO en nuestros corazones.
El abuelo con profundo recogimiento espiritual, encendía las velas que permanecerían vivas y encendidas hasta el sábado de gloria. La abuela nos enseñaba que teníamos que permanecer en el más absoluto silencio posible durante ésos días santos en que todo en casa era oración y música celestial que se escuchaba por la radio del pueblo.
Nadie podía hacer nada, las labores domésticas habían de esperar, cada uno de nosotros recogía su plato y sus cosas, haciendo el más posible ayuno de verbo. Mi madre guardaba su costurero porque decía que cada puntada que le diera con la aguja a su costura, era como clavársela en la espalda al Señor. Mi padre permanecía todo el tiempo a nuestro lado, auxiliando a sus doce hijos en sus más elementales necesidades.
"Sus doce pequeños apostoles, nos decía él",
Yo, la mayor de todos los hijos...ayudaba a mi padre a lavar los pies a mis hermanos en señal de rememoración de la "Ceremonia de lavatorio de pies de los 12 apostoles del Señor", mi abuela encendía el incienso de rajitas de canela desmenuzadas en un carbón al rojo vivo en una pequeña charolita de metal. Mi madre extendía los manteles color púrpura para secarnos los pies.
Viernes santo: Rodeados de mi abuelo Gregorio al centro, sentado en silla preferida "La potrona", (así le llamaba), le escuchabamos todos atentos, cuando él con suprema ternura y devoción, nos contaba serenamente sobre la vida, pasión y muerte de nuestro Señor JESUS EL CRISTO. Un gallo se escuchaba cantar triste a lo lejos, y en aquel silencio la más profunda espiritualidad.
Sábado de gloria; volvía la alegría a casa, terminabamos la ceremonia tradicional familiar que nunca olvidaré, tomándonos todos de las manos para hacer una gran cadena de irradiación de amor a la humanidad.
"Que todos los seres sean felices"
"Que todos los seres sean dichosos"
"Que todos los seres sean en paz".
Nos dábamos todos un abrazo fraterno y con un aplauso muy largo y los rostros felices, terminaba para nosotros la semana santa, y El Señor, se quedaría todo el año con nosotros en casa.
Aun perdura para mí en el corazón aquel ritual hermoso de mi niñez, y ahora que ha pasado el tiempo, rodeada de mi propia familia, cada sábado de gloria, nos tomamos de la mano para continuar la tradición y decir todos en voz alta y con el corazón abierto:
¡Bendito seas por siempre Señor!
Doral.
FELIZ PÁSCOA ! Pegue meu cartão no Blog: SONHOS DA FADA
ResponderEliminarBeijo
Gracias Jacque, con mucho gusto iremos a ver tu blog SUEÑO DE HADAS.
ResponderEliminarCariños querida, mi amistad siempre para ti.
Felices pascuas.
Doral.