El valor de un intercambio inesperado
Todo comenzó hace meses, cuando llegué a vivir a esta casa, cultivé en mi jardín, una plantita de chiles "Jalapeño" entre otras de chiles "Chiltepín" (tengo vicio en comer picantes). Cada día le abonaba su tierra con esmero, acomodaba sus ramas en posición vertical, sujetándolas con un lazo, a un palo de escoba punteado y perfectamente clavado bajo la tierra.
Con emoción observé cómo la planta un día amaneció llena de pequeñas florecitas blancas, las cuales solo duraron una semana abiertas bebiendo los rayos del sol matutino y después murieron para que naciera el fruto, diminutos chilitos tiernos, llenos de fuerza y esperanza, llenos de promesas y vigor, se asomaron tímidamente a la vida, mismos que cuidé con esmero por dos semanas más, hasta que crecieron convirtiéndose en sugestivos, grandes, picosísimos, verdes y apetitosos chiles listos para preparar una rica salsa mexicana.
Los corté todos, haciendo un total de cuatro puños, aproximadamente medio kilogramo, el cual guardé cuidadosamente en una bolsita de plástico perfectamente sellada, regalo que le llevé al abuelo Melitón. El es afecto desde niño (según comenta en sus cosas), a los chiles frescos, le encantan de todos sabores y colores, preparados salsas, en curtido, pero le gustan más, morderlos al natural y frescos, recién cortados de la planta, como los míos.
Delicioso fuego quemaron sus labios, haciéndole sudar como un condenado a muerte saboreando tan rico manjar, disfrutando al máximo tan suculenta vianda de lujo para él. Cuánto disfruté viéndole comerlos con tanta avidéz y contento y así con la boca llena de comida, sudando y agradecido me dijo: "Ay hija, me trajo usted pura vida, están muy sabrosos los chilitos, puro fuego, me sacaron calor".
Cosa curiosa, cuatro dias después, al regresar de mi viaje a casa, el auto-bús de "Transportes del Pacifico" (corridas al norte) venía, semi-vacío y a gran velocidad, me tocó el asiento No. 11 del carro No. 13547, y como compañero de asiento, me tocó un señor de aproximadamente 65 años, el cual, noté venía bién dispuesto a platicar conmigo todo el santo camino, que duraría aproximadamente 20 horas, ¡oh no! cuando lo único que yo deseaba era aprovechar todo ese tiempo para dormir, descansar o reflexionar, aparte de que el aire acondicionado del bus calaba hasta mis huesos, ¡yo temblaba por tanto frío!, sólo traía puesto un sueter ligero y un pantalón casual bastante cómodo, pero muy fresco y por más que me acomodaba en el asiento, no lograba entrar en calor.
Arriba a lo largo del riel para acomodar equipaje, llevaba mi pequeña maleta de piel con un poco de ropa, se me hizo fácil bajarla para sacar algo que cubriera un poco más mis brazos y mi espalda. Al abrir la maleta, lo primero que encontré fué un sueter color rojo, con cuadros negros y grises en la parte delantera, el cual jalé como si fuera mi tabla de salvación, pues seguía temblando por tanto frío.
Me lo puse encima del que ya traía puesto y volví a sentarme, pero ésta vez, en los últimos asientos del bus que venían vacíos, así dormiría a gusto (según yo), todo el camino que era bastante largo.
Al acomodarme en mi nuevo y doble asiento para mí solita, subí los pies, acomodándome en posición de león dormido sobre lo largo de mi confortable asiento doble, y así hecha bolita me fuí quedando relajada, escuchando el ruidito del motor del auto-bus y pensando: "Qué cosas Dios mío, cuándo me iba a imaginar que el valor de un intercambio tan inesperado me salvaría de tanto frío, pues yo le llevé como regalo al abuelo, algo que era puro calor y fuego y al despedirme de él, en un abrazo lleno de amor, me dijo: "Yo no tengo nada que darle, pero llévese mi saco que le gustó tanto (quitándose su suéter que traía puesto y lo puso en mis manos).
El abuelo sabía que a mí me gustaba mucho el color rojo, pero en ese momento, lo menos que importaba era el color del suéter que el abuelo me había regalado, en agradecimiento de mis picositos chiles, cultivados con tanto amor en Sinaloa.
Sea la paz en el intercambio de los regalos inesperados,
Doral.
P.D. (Axioma trascendente), Moraleja: "El que planta y el que riega, son una misma cosa para la semilla", tarde o temprano, siempre cosechamos aquello que hemos sembrado. El suéter del abuelo fue la cosecha de mis chiles (caseros), sinaloenses.
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